"El justo no hiere a nadie; luego no convienen al justo ni la ira, ni su hija la venganza." Platón
Decía Víctor Hugo que cuanto más pequeño es el corazón, más odio alberga. Nunca hubo plaga que más daño hiciera a la humanidad que el odio. Asesinatos, infamias, ciudades destruidas, naciones enteras aniquiladas, pueblos exterminados... El niño cae, se enfada con el suelo y siente deseos de castigarlo. La persona se enfada, no con aquellos que le hacen mal, sino con los que piensa que pueden hacérselo. El presentimiento del daño irrita porque la intención es considerada una injuria.
Hay quien piensa que es más fácil proyectar el odio sobre los demás que dominarlo o ahogarlo. El odio, una vez que se apodera de la persona, penetra en el alma y no conoce límites ni restricciones. Una vez quebrantada el alma, no obedece más que al impulso que la somete.
El odio es inútil por mucho que Aristóteles lo utilice para justificar a Alejandro. Evitemos utilizar la razón en apoyo de grandes vicios porque son los mayores adversarios de la paz y la calma. La única utilidad del odio está en los campos de batalla, donde el ego somete, humilla y hace inferior al que es diferente.
El odio es inútil, porque degenera en temeridad y nunca nos libera del peligro. Es inevitable que la persona de bien se irrite con los "malos" dice Teofastro, pero no es necesario encolerizarnos para acudir en su defensa, porque odiar a los demás no es bueno para la persona sensata. Al maldecir a los que consideramos contrarios, nos maldecimos a nosotros mismos. Es como mear o escupir al viento porque nos molesta. Quien odia y se considera inocente, atiende más a la adulación de las personas que a su propia conciencia.
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