Hablamos de una persona que tiene palabra como de alguien para el que la palabra es algo valioso, opuesto a un flatus vocis; es decir, emitir palabras que no significan nada e intentar convencer de que tienen significado. Sin embargo, no toda palabra es útil y se muestra conveniente para satisfacer el fin que persigue. De hecho, hoy en día tiene un paupérrimo valor y cada vez tiene menos valor como garantía de fidelidad. Del estado lamentable de la palabra tienen mucho que ver los políticos y los medios de comunicación, que ultrajan a la palabra a diario.
El desprestigio causado a la palabra, retrata a los que la elaboran porque al desatender la fidelidad que le es propia por el respeto debido, incluído el gramatical y el sintáctico, quebrantan la confianza depositada en su dicto y, presenta un mayor nivel de preocupación si alberga falsas esperanzas.
Tanto los políticos como los profesionales de la palabra saben que la palabra posee cierta potestad taumatúrgica y puede generar esperanza en el oyente; pero también, cuando no se apoya en el factum, un paulatino escepticismo, por lo que no estaría de más que nuestros políticos y los que elaboran la palabra, volvieran a la lectura de los clásicos para habituarse a un discurso más transparente que atendiera más a la fidelidad que le es debida, se abriera al ciudadano y, sirviera para algo.
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